ROMÉO ET JULIETTE – GOUNOD
Para valorar esta extraordinaria ópera de Charles Gounod, estrenada en la Opéra de París en 1867, debemos tener en cuenta, en primer lugar, que la ópera francesa había adquirido una personalidad propia gracias al magnífico Tratado de instrumentación creado por Hector Berlioz (1844) que implantó un gusto especial por el arte de combinar los diferentes sones orquestales con un refinamiento que los compositores franceses adquirían en el Conservatorio de París y que encontraríamos en ninguno de los compositores italianos de la época romántica, ni tan siquiera en Verdi. En todo caso, Charles Gounod, líder de este nuevo refinamiento musical, pertenece a la segunda generación romántica y como todos sus contemporáneos buscó la inspiración en las obras de Shakespeare que el romanticismo había puesto de moda en toda Europa (aparte de los italianos, su colega Ambroise Thomas pondría en circulación otro argumento shakesperiano con su espléndido Hamlet, tan sólo un año más tarde). Y aunque el tema de Romeo y Julieta ya había sido tratado por diversos autores antes que él, Gounod contó con la colaboració de los libretistas Michel Carré y Jules Barbier (que no eran grandes escritores, pero que sabían utilizar y adaptar un argumento conocido con mucha habilidad para repartirlo musicalmente).
Por un lado, Gounod quiso dar solemnidad y una cierta “ciencia” compositiva a la obra, y a esto se debe que, en vez de la típica obertura orquestal más convencional haya una curiosa introducción coral con la que empieza la acción, con una triste reflexión sobre la tragedia de los amantes de Verona, pero después de esta página de entrada severa, al compositor no le importa cometer flagrantes contradicciones, situando el siempre agradable ritmo del vals en pleno siglo XLV, en el baile de los Capulète (y que cierra el primer acto de la ópera) y en la famosa pieza Je veux vivre que canta Juliette (y que fue una exigencia de la soprano Marie Miolan-Carvalho, que estrenó la obra y que quería exhibir su capacidad para las agilidades vocales, como ya lo había hecho con la famosa Aria de las joyas del Faust, unos años antes). Pero no todo son arbitrariedades y caprichos de divos en esta òpera: hay momentos sensacionales como el “madrigal” (que tampoco tiene nada que ver, en realidad, con los madrigales medievales, pero que es un dúo amoroso de primer nivel) i sobre todo, un poco más tarde con la serenata de Roméo Ah, lève-toi soleil, que va precedida por una introducción orquestal realment soberbia, con “irisaciones” tonales sin equivalente en ningún otro compositor operístico de esta época.
Como que la Opéra de París (entidad oficial gobernada por un reglamento que pretendía ser académico) exigía que todas las óperas que se estrenaban allí tuvieran cinco actos (sabiendo, por otro lado, que el público encontraba de buen tono no entrar en el teatro hasta casi acabado el primero), Gounod llenó la obra de personajes de importancia menor, como los amigos de Roméo (Mercutio –que tiene un aria de un cierto interés que suele pasar desapercibida- i Benvolio, que no tiene ninguna, además del gracioso paje Stéphano, que figura que es un niño y tiene voz de soprano con un papel de cierto relieve), los criados de los Capulète (la nodriza Gertrude y Grégorio), figuras de autoridad, como el viejo Capulète (bajo), el intrigante Tybalt y el tolerante duque de Verona y, sobre todo, como tercer protagonista vocal de la ópera, el benevolente Frère Laurent (barítono), que casa a los enamordos en presencia de Gertrude (trío primero y despuñes cuarteto) y que después intentará encontrar una solución al matrimonio que su padre quiere imponer a Juliette, con el resultado desastroso que se produce porque en la época no existían aún los teléfonos móviles (¡!) y Roméo no se entera que Juliette no está muerta y se suicida justo antes de tiempo.
Como es lógico, los momentos culminantes de la obra, de todas maneras, son los dúos de amor de Juliette i Roméo: el primer, recién casados, con las preciosas alusiones a los pájaros que cantan de noche (los ruiseñores) y los que anuncian el día (las golondrinas), y el segund cuando la tragedia los reúne ante la muerte, con alusiones al primer dúo que ahora adquieren un tono trágico muy bien llevado una vez más por la elegantísima instrumentación de Gounod.
Curiosamente, Roméo et Juliette fue el único éxito rotundo en la carrera de Gounod, porque aunque Faust la acabó superando hasta convertirse en un mito de la ópera francesa, los responsables de la Opéra de París no la incorporaron a su repertorio hasta 1869, dos años después el éxito obtenido con Roméo et Juliette. Digamos de paso que otra de las obligaciones de los compositores contratados por la Opéra de París (Verdi también se vio afectado) era la de incorporar, avanzada la representación (para que no se lo perdieran los que llegaban tarde “para quedar bien”) un extenso ballet. En esta ópera el ballet correspondería al cuarto acto, pero ésta es una de las muchas sábanas que se han ido perdiendo en las sucesivas coladas de nuestros “progresos” y hoy en día sólo se puede escuchar en alguna grabación cuidada.
Y en cuanto a la otra extraordinària creación de Charles Gounod, Mireille (1864, de ambiente provenzal y basada en el poema de Frederic Mistral), aún actualmente (en que Nicolas Joël, el nuevo director de la Opéra de París, ha intentado reincorporar este título al repertorio francés con una cuidada producción “rural”) ha tenido que luchar con la malevolencia de la crítica francesa que es –y vergüenza debería darles- el mayor enemigo que tiene la ópera francesa en su propio país, a pesar del famoso chauvinismo que tan mal aplican a veces nuestros ilustres vecinos.
ROGER ALIER
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