VERDI ANTE EL ESPEJO
Giuseppe Verdi no era uno de aquellos compositores que intentaba reflejar en sus obras las propias vivencias personales. Quizá sin pretenderlo del todo, sin embargo, en La traviata lo hizo. Cuando en el año 1844 alguien le sugirió que hiciera una ópera de la Marion Delorme de Victor Hugo, el maestro respondió, seco, “No me gustan las prostitutas en escena”. No obstante, cuando tuvo ocasión de ver representar en París, probablemente en el mes de mayo de 1852, La dama de las camelias captó algo que le hizo cambiar de opinión.
Aquella mujer, de vida tal vez irregular –libre, según su visión de las cosas- que, si embargo, amaba sinceramente, no podría ser la Giuseppina Strepponi que Verdi hizo suya, en una relación que él defendía encarnizadamente a pesar de las complicaciones que la situación le ocasionaba? Acaso el viejo Georges Duval no era una representación viva de su ex suegro Antonio Barezzi, que siempre le reprochaba su intimidad con una mujer tan poco recomendable?
El hombre Verdi, quizá confirmando la identificación del autor literario con su personaje –Armand Duval tenía las mismas iniciales que Alexandre Dumas fils- se sintió de pronto campeón de la causa de Marguerite Gautier y decidió hacer de ella una Violetta Valéry víctima de las convenciones sociales de la época.
Había, desde luego, que llevar a escena una de esas figuras femeninas que Verdi no quería ver en ella, aunque el caso no fuera exactamente el mismo. Había que hacerla aparecer como mujer de su tiempo. Pero las consideraciones de la censura no lo permitieron: por lo que respectaba la peripecia escénica no había nada que decir. La ambientación, sin embargo, no podía ser contemporánea. Y no lo fue.
Todo aquello que a veces se ha dicho en el sentido de que el público rechazó la obra porque los cantantes “vestían de calle” no es cierto. En el libreto correspondiente al estreno en el Teatro La Fenice el 6 de marzo de 1853, se puede leer claramente “La scena è a Parigi e sue vicinanze, nel 1700 circa”. El fracaso del estreno fue debido, según parece, a la floja actuación de los cantantes, ya que si a la protagonista, Fanny Salvini Donatelli –muy activa, por cierto, en el Liceu a finales de los años cuarenta- se le aplaudió su rendimiento vocal, no parece que por constitución física diera el tipo de enferma de tisis. Además, el tenor Graziani no gustó y el barítono, a pesar de ser el gran Felice Varesi, no supo como manejar un papel que no ligaba con su talante habitual. La prueba la proporcionaría el hecho de que la obra, repuesta en el Teatro San Benedetto de la misma ciudad de Venecia al año siguiente –siempre el vestuario de época y ante un público que por fuerza tenía que ser el mismo- alcanzaría un éxito arrollador.
Si se tiene en cuenta que la obra teatral de Dumas se estrenó el 2 de febrero de 1852 –la novela había sido publicada cuatro años antes, tan sólo unos meses después de la muerte de Marie Duplessis, la versión real de Marguerite Gautier, amante del escritor- tenemos que considerar la ópera de Verdi como la más “moderna” de las suyas, tanto por la temática como por la estructura musical, construida sobre el diálogo y el canto di conversazione. Verdi, en el transcurso de la composición, aseguraba en una carta a un amigo que “éste es un tema de nuestro tiempo, que ningún otro compositor se habría atrevido a tratar. Yo lo he hecho con mucho gusto. Me gustan los argumentos que sean nuevos, bellos y fuertes”. Con La traviata Verdi se había mirado en el espejo. Quedaban aún muchas obras para escribir. Pero no lo volvería a hacer.
MARCEL CERVELLÓ
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