LUCIA, EPÍTOME DE LA ÓPERA ROMÁNTICA
Lucia di Lammermoor, probablemente la ópera de Donizetti que con más insistencia ha permanecido aferrada en el repertorio de los teatros de todo el mundo, a pesar de modas, modernismo o descalificaciones, es el prototipo y en buena medida el resumen de todo aquello que el romanticismo ha transmitido al teatro lírico.
La ambientación musical, la urgencia dramática y la tinta vocal –no sólo Verdi tenia su tinta propia- hacen de ella un producto perfecto para reflejar las pulsiones y las incertidumbres de una época en que el equilibrio iba frecuentemente de cabeza y en que no sólo la heroína de la novela de Gustave Flaubert se vio afectada.
El personaje principal, Lucia, es el epítome de todo esto. Inflamada por un amor purísimo, atormentada por una sociedad de hombres en que las conveniencias y las razones políticas son las que cuentan, cae –quizá se refugia- en la locura como única solución para librarse de su angustia. La música de Donizetti la acompaña en este tránsito. Lo hace, está claro, mojando el pan en las convenciones de la época; lo hace, sin embargo, de una manera magistral. El lenguaje, aquí depuradísimo, del belcantismo és la expresión suprema de ello. Roulades, agilidades y virtuosismo de todo tipo se emparejan con el canto spianato más sutil para definir el desconsuelo de un alma afligida. La elocuencia y la sublimidad del canto, entendido como expresión máxima del sentimiento, van directos al corazón de quien escucha.
Todo esto, sin embargo, tiene que estar servido por una artista que domine tanto los mecanismos dramáticos como la pericia técnica de la vocalidad más encarnizada. Una excesiva dependencia de la vocalidad angelicata y del gesto melindroso que han hecho que a menudo el personaje cayera en manos –y en gargantas, claro está- de sopranini anémicas que no terminaban de sugerir el ansia enfermiza del personaje. Con la irrupción de la figura de Maria Callas el panorama cambió y Lucia tomó otra dimensión. No se trataría, sin embargo, de hacer ahora de ella un tipo excesivamente espiritado, puesto que la fidelidad al estilo y a la filosofía vocal del autor no lo podrían permitir.
Donizetti pensó el papel para Fanny Tachinardi Persiani, las condiciones vocales de la cual conocía bien, puesto que ya la había tenido para Rosmonda d’Inghilterra y que pocos meses antes la había vuelto a escuchar en el mismo Teatro San Carlo en la Inés de Castro de su marido, el compositor Giuseppe Persiani. A Persiani, por cierto, se le atribuye la composición de la famosa cadenza con flauto obbligato de la escena de la locura, con la complicidad de su mujer y quizá con el tácito visto bueno de Donizetti, plenamente consciente de las excepcionales dotes de improvisación de la prima donna. Otros nombres han sido propuestos como posibles inventoras de la cadencia, como Matilde Marchesi o Teresa Brambilla; lo cierto, no obstante, es que Donizetti no es el autor de la misma –como no lo será Arrieta de su imitación en Marina-, con o sin la glass harmonika que, según parece, finalmente no fue utilizada en el estreno.
MARCEL CERVELLÓ
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