LA APOTESIS DEL MELODRAMA
Hablar de La bohème es hacerlo de una de las óperas más célebres de Giacomo Puccini (1858-1924). Pero también de una de las obras de arte más genuinas de la Italia finisecular. Y, como en muchos otros casos, popularidad y calidad se dan la mano. Porque Puccini siempre escribió para el gran público pero ninca no hizo concesiones al populismo o a la mediocridad. Al contrario, más allá de la aparente sensiblería, de la lágrima (¿fácil?) y de unas historias de amor perfectamente reconocibles en sus extremos opuestos (Rodolfo-Mimì y Marcello-Musetta), Puccini se erige en un maestro, en un hombre de teatro, capaz de hacernos vivir realmente aquello que en apariencia no son más que personajes de cartón piedra. Quizá porque parte de esto es el verismo, la escuela operística italiana posterior a Verdi que tiene en la primera generación los nombres de Ruggero Leoncavallo, Pietro Mascagni y Giacomo Puccini. Aunque siempre me he resistido a considerar La bohème una ópera cien por cien verista: en el tercer acto, la pulsión rítmica que acompaña las frases de Rodolfo para explicar la tos de Mimì como uno de los síntomas de su mortal enfermedad (Una terribile tosse l’esil petto le scuote) apunta maneras claramente impresionistas.
¿Verista? ¿Impresionista? Al fin y al cabo, los genios superan las etiquetas, de manera que Puccini en general y La bohème en particular trascienden las obsesivas clasificaciones taxonómicas de las que somos víctimas y verdugos cuando intentamos explicar una obra maestra como la que nos ocupa. Y es que La bohème es un engranaje perfecto de teatro musical, la apoteosis del melodrama. ¡Cuántas veces nos hemos emocionado con los desgarrados Mimì! Mimì! Que entona el tenor que canta Rodolfo! Cuántas veces hemos pensado que la vida es maravillosa –ni que sea por unos minutos- cuando Musetta vuelve a los brazos de Marcello al final del segundo acto mientras una banda interpreta un aire marcial que remite a La Marsellesa”.. Y es que Puccini se las sabía todas y, cuando nos sitúa en los límites de la emoción, nos recuerda que el teatro puede ser como la vida misma. Y es entonces cuando se desborda aquella pasión que suscitan los grandes géneros artísticos, como la ópera. Verista quizá sí, impresionista también, pero sobretodo real, aunque estemos ante un arte (la ópera) que es el más inverosímil de todos: Puccini sabía tan bien como cualquiera que es imposible que alguien muera tísico mientras canta. Y paradójicamente, más de cien años después de una ópera estrenada el 1 de febrero de 1896 en el Teatro Regio de Turín sobre la novela “Escenas de la vida bohemia” de Henry Murger, nos seguimos emocionando viendo a Mimì muerta en el escenario.
Sí, La bohème se estrenó en la capital del Piamonte con dirección de Arturo Toscanini, el mismo que treinta años después, en 1926, cuando hacía dos que Puccini había muerto, interrumpió la representación de Turandot el día del estreno después que otra heroina típicamente pucciniana y emparentada con Mimì, la pobre Liù, cayera muerta en el escenario de La Scala de Milán. “La ópera se acaba aquí porque el maestro murió en este punto”, dijo Toscanini al público milanés. Algunos listos se aferraron a un clavo ardiente para decir que lo que Toscanini quería decir era que la ópera como género había muerto después del deceso de Puccini. Esto, además de injusto, es del todo inexacto y afirmarlo a principios del siglo XXI es patético. Pero sí que es cierto que con Puccini muere una manera determinada de entender la ópera y el espectáculo operístico. A partir de la muerte de Liù, las cosas ya no serían lo que habían sido hasta entonces. Pero son las últimas palabras de Mimì al final de La bohème las que empiezan a marcar el final de una mentalidad ante la ópera.
JAUME RADIGALES
Crítico musical de CATALUNYA MÚSICA i de LA VANGUARDIA
Profesor de la UNIVERSITAT RAMON LLULL
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